El plano Causal, la morada del alma

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El plano Causal, la morada del alma

Comprendiendo al Ser mediante el Árbol de la Vida Personal
Publicado de Ricard Barrufet en Metafísica · 8 Septiembre 2016


En anteriores artículos vimos como tras la muerte del cuerpo físico todo ser humano accede indistintamente de cuál sea su creencia al plano Astral, un nuevo mundo de manifestación emocional en el que existen tantas franjas vibratorias como estados emocionales, deseos y creencias pueda llegar a albergar una persona. Vimos también que en la cúspide de esa misma esfera se encontraba el plano Mental o Devachán, un mundo de manifestación mucho más sutil que el anterior pero igual de transitorio e impermanente puesto que también allí habrá que afrontar tarde o temprano una “segunda muerte” que nos conduciría a un estado de conciencia mucho mayor; la conciencia de nuestro verdadero Ser.

Este es el largo periplo que recorre el alma al finalizar cada ciclo vital, astral y mental hasta llegar al plano Causal, que es donde reposa nuestra alma. En este plano se encuentra nuestro hogar, es el auténtico mundo espiritual del que partimos prometiéndonos encarecidamente no olvidar jamás quiénes somos realmente, aunque a sabiendas de que este hermoso recuerdo no podría más que acabar siendo velado por las vestiduras astrales con las que nos envolvemos durante nuestro descenso a la materia y sepultado bajo el peso de la carne. Sin embargo, una vez cruzamos el umbral de la esfera Causal de regreso a Casa todo sale nuevamente a relucir de manera esplendorosa. Es algo así como cuando al despertarnos de un profundo sueño nos percatamos entre el sonrojo y la perplejidad de que todo lo soñado fue vivido, gozado o padecido como real. Esto significa que acceder conscientemente al plano Causal supone despertar a un nuevo estado de vigilia (de conciencia) en el que al fin nos reconocemos como auténticos seres divinos, eternos e inmortales.



El plano Causal vendría a ser el mundo inteligible o mundo de las ideas al que se refería Platón como la “auténtica realidad” en el que yacerían las “ideas puras” como perfectos modelos de creación, pero cuya proyección en el mundo sensible (el plano terrestre) acabaría mostrando un reflejo distorsionado e imperfecto de esa realidad. También aquí se encontraría el “inconsciente existencial” al que aludían Víktor Frankl y Carl Jung al sostener que el inconsciente del ser humano en ningún caso era la parte sobrante de lo consciente sino que estaba dotado de contenido propio (por aspectos como el arte, la creatividad, la belleza, el amor, la fantasía, la inspiración…); y es también aquí donde las más antiguas tradiciones espirituales ubican la mente superior (manas) que junto a la intuición (buddhi) y a la propia esencia primordial (atma) constituyen de manera unificada una “mónada individual” que conocemos por el nombre de espíritu, Yo Superior o simplemente el Ser.

Para que se entienda un poco mejor. Podemos asemejar la totalidad de nuestro Ser a un gigantesco iceberg en el sentido de que solamente la pequeña porción que asoma a la superficie (el plano físico) representa la parte visible de nuestro Ser, o sea, nuestra personalidad actual. Esto significa que existe digamos un 99% restante que estaría sumergido bajo lo que siguiendo con este símil podríamos denominar las aguas de nuestro inconsciente, es decir, inaccesible a nuestra mente inferior o egoica. Sin embargo, quien tenga el suficiente interés y determinación para lanzarse a bucear en esas aguas, podrá ir profundizando en la magnificencia de su naturaleza primordial e ir descubriendo progresivamente partes de sí mismo que permanecían ocultas en su interior. Y si recordamos la premisa hermética de correspondencia “como es arriba es abajo”, quien verdaderamente consiga llegar a conocerse a sí mismo en su totalidad, conocerá la Verdad de todas las cosas.


La interacción entre Alma y Espíritu

Llegados a este punto conviene clarificar un poco mejor lo que entendemos por alma y lo que entendemos por espíritu, pues en función de la doctrina que se observe su significado difiere por completo y ello provoca lógicamente una mayor confusión.

El espíritu es nuestro verdadero “Yo”, es la esencia o chispa divina que emana del Espíritu Único, Dios, Alá, Tao, Brahman, Absoluto o como queramos llamarlo. El espíritu es conciencia, luz, sabiduría, amor, bondad, compasión y todo aquello que queramos atribuirle a Dios, aunque en estos momentos, estando como estamos “de viaje”, toda esta luminosidad que nos es propia permanece oculta bajo múltiples velos de ignorancia.



Nuestro objetivo consiste por tanto en conseguir hacer caer cada uno de estos velos que nos mantienen en la penumbra e ir recuperando de manera progresiva nuestro resplandor natural. Y esto solamente podemos lograrlo mediante la experimentación directa en los planos inferiores de existencia; es decir, descendiendo a la materia o mundos ilusorios de creación mental y emocional. Pero no es el espíritu quien vivirá todas estas experiencias de primera mano puesto que él no puede ir más allá del mundo espiritual. Los descensos a los planos inferiores los realiza el alma.

Así es como el alma se convierte en la depositaria de todo lo que experimentamos en nuestra vida terrena. Es como un instrumento más al servicio del espíritu aunque, a diferencia de los cuerpos sutiles, el alma no perece jamás dado que su composición es de la misma naturaleza divina que el espíritu. Así como el espíritu es una emanación del Espíritu Único (Dios), el alma es una emanación del espíritu, una porción de espíritu revestida de diferentes cuerpos especialmente diseñados para habitar en cada uno de los diferentes planos a los que desciende en busca de experiencias. Y cada vez que concluye un ciclo vital, el alma se va despojando de cada uno de los cuerpos en los que estaba envuelta para regresar al espíritu al que pertenece. Esta reabsorción del alma en el espíritu tiene lugar en el plano Causal.



Vemos entonces que de un lado tenemos al alma como portadora de una corriente de conciencia limitada al cuerpo en el que se encuentra, y por otro al espíritu con una conciencia o mente superior (manas) que reposa en el inconsciente espiritual (plano Causal). Mientras que el alma cohabita con la mente inferior (kama-manas), la cual se identifica con el ego y la personalidad, el espíritu atesora toda la sabiduría adquirida a lo largo de las innumerables existencias por las que ha ido pasando cada individuo.

Así es que si acceder al plano Causal significa regresar al espíritu, imaginad la tremenda expansión de conciencia que se produce al unir nuestra mente inferior (la de la vida actual), con nuestra mente superior (la de todas las vidas). Este momento será sin duda como una explosión de lucidez tan radiante y luminosa que recordaremos al instante haber librado mil batallas en mil territorios y bajo mil banderas.

Pero no confundamos este maravilloso estado expansivo de conciencia con la iluminación o estado nirvánico del que nos hablan budistas e hinduistas. No cabe duda de que el conocimiento que tenemos en este plano es cientos de veces mayor que el que teníamos en cualquiera de los anteriores planos de existencia puesto que aquí ya estamos en el Ser consciente. Sin embargo no es éste el final del trayecto, se trata una vez más de un estado transitorio en el que para seguir avanzando por la senda de la ascensión será necesario tener que volver a nacer.



Renacimiento y Ascensión

Como bien sabemos todo ascenso evolutivo requiere de innumerables existencias para que vida tras vida y como si de un globo aerostático se tratara nuestro espíritu pueda irse elevando hasta lo más alto de la esfera Causal. Empleamos para ello el principio de Renacimiento, que a pesar de lo que pueda creerse no se trata de un axioma que pertenezca a una religión, credo o filosofía en concreto, sino que obedece a una ley inmutable de carácter natural cuyos efectos al no entender de dogmas ni creencias afecta a todo el mundo por igual.



Es algo parecido al fenómeno de la gravedad. La gravedad es una ley física universal que influye sobre todo lo que esté en su ámbito de actuación. Sabemos con certeza que nuestro planeta y por extensión todos los demás cuerpos celestes del universo poseen un campo gravitacional de fuerza proporcional a su masa donde cualquier sujeto u objeto que allí penetre será atraído inevitablemente hacia su centro. Existe sin embargo una zona limítrofe en la que a pesar de que esta influencia sigue estando presente su poder de atracción se ha debilitado de tal manera que el sujeto u objeto en cuestión en lugar de ser atraído hacia el centro simplemente mantiene las distancias. Esta es la zona orbital en la que se encuentran los satélites que giran alrededor de la Tierra pero sin riesgo de precipitarse sobre ella. Y está finalmente el espacio exterior el cual queda libre de toda influencia gravitacional.

Bien pues el principio de Renacimiento tiene una operativa muy similar a la ley de la gravedad. Todos estamos expuestos a este principio en la medida en que nuestras intenciones, voluntades, pensamientos, deseos, palabras y acciones, que en último término son el reflejo de nuestra conciencia, nos obligan a encarnar una y otra vez con el fin de satisfacer, aprender, corregir y compensar determinadas situaciones del pasado. Pero una vez agotada toda nuestra deuda kármica y alcanzada la suficiente elevación espiritual como para no tener que regresar nuevamente a la Tierra en busca de nuevas experiencias y conocimiento, será como ascender hasta la zona orbital desde donde podremos observar el mundo y sus vicisitudes pero ya libres del poderoso influjo que emite su campo de atracción. Esta será la tan ansiada liberación del ciclo de muerte y renacimiento.



Así es que una vez alcanzamos las más altas cotas de la esfera Causal, allí donde los efectos de la dualidad quedan reducidos a su mínima expresión, empezamos a vislumbrar una realidad mucho más veraz y expansiva; la que nos ofrece la conciencia Crística o Búdica. Pero para acceder a esta nueva esfera de la realidad será necesario una vez más tener que trascender el plano Causal, y para que ello se produzca de manera consciente habrá que haber integrado previamente en el Ser una nueva expansión de conciencia.

Este nuevo “despertar” llega a nuestras vidas cuando el Ser alcanza la zona intermedia que hay entre la esfera Causal y la esfera Crística (el inicio de la zona “no-dual”). Cuando esto ocurre la conexión que se establece entre el espíritu y el alma encarnada hace que comience a percibirse una ausencia de confrontación entre los pares de opuestos. Lo que hasta entonces solíamos calificar de bueno o de malo, de acierto o error, de justo o injusto, empieza a cobrar ahora un nuevo significado. Dejamos de identificarnos sistemáticamente con una de las dos polaridades inherentes al mundo manifestado y pasamos a situarnos en una posición más elevada y unitaria cuya perspectiva ofrece una visión de la realidad mucho más integradora. Es en este punto cuando conectamos con la conciencia crística, una energía de muy alta frecuencia que hace que nuestra vida terrena se vuelva mucho más amorosa, pacífica y conciliadora.


Autor: Ricard Barrufet




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