El plano Crístico, trascendiendo la dualidad

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El plano Crístico, trascendiendo la dualidad

Comprendiendo al Ser mediante el Árbol de la Vida Personal
Publicado de Ricard Barrufet en Metafísica · 2 Noviembre 2016



En anteriores artículos vimos como todo ser humano accede tras la muerte al plano Astral, un nuevo mundo de manifestación emocional en el que existen tantas franjas vibratorias como estados emocionales, deseos y creencias pueda llegar a albergar una persona. Vimos también que en la cúspide de esa misma esfera se encontraba el plano Mental o Devachán, un nuevo entorno de manifestación más sutil que el anterior, pero igual de transitorio e impermanente. Así es como tras lo que se conoce por "segunda muerte" llegamos finalmente al plano Causal, una nueva esfera de realidad en la que se encuentra nuestro espíritu, nuestro verdadero Ser.

Pero no todo acaba en el plano Causal, ni mucho menos, en realidad es aquí donde realmente empieza el arduo camino de ascensión hacia las esferas superiores de las que partimos. Fue nuestra decisión descender hasta lo más hondo del plano Causal como espíritus puros, para des de allí, regresar nuevamente al plano Monádico o Anupadaka (lugar del que todos procedemos) nutridos por la experiencia vivencial que en sus incontables ciclos vitales, astrales y mentales adquirió el alma en los planos inferiores de existencia.

Esa fue la idea original y así es como nuestro Ser ha podido irse elevando progresivamente por esta esfera hasta alcanzar una nueva zona de confluencia, el inicio de la conciencia "no-dual" de la Realidad. Un nuevo "despertar" que llega a nuestras vidas cuando el Ser alcanza la zona intermedia que hay entre la esfera Causal y la esfera Crística. Cuando esto ocurre, la conexión que se establece entre el espíritu y el alma encarnada, hace que comience a percibirse una ausencia de confrontación entre los pares de opuestos. Lo que hasta entonces solíamos calificar de bueno o de malo, de fortuna o desgracia, de justo o injusto..., empieza a cobrar ahora un nuevo significado. Dejamos de identificarnos sistemáticamente con una de las dos polaridades inherentes al mundo manifestado y pasamos a situarnos en una posición más elevada y unitaria.

Así es como entramos al plano Crístico. Un espacio dimensional en el que rige la conciencia crística, una energía muy pura y refinada que nos abraza cálidamente y nos conduce hasta lo más alto de una esfera donde la compasión, la bondad y el amor, adquieren su mayor grado de expresión.

Desde aquí vemos con claridad como Todo converge hacia único e infinito haz de Luz-Conciencia que todo lo abarca y todo lo ilumina. Es al dirigir la mirada hacia abajo cuando nos damos cuenta de que esta inmaculada Luz Primordial se percibe de manera muy fragmentada en los planos inferiores de existencia, debido al efecto que produce atravesar las múltiples capas de energía cada vez más densa. Es por tanto esta disgregación de haces lumínicos proyectados sobre la Tierra, lo que provoca que sean también muchas las percepciones, creencias e interpretaciones que se hagan de una misma Realidad.



Pero en el instante en que uno ya solo ve esta única Luz Primigenia como origen y fin de la Verdad última, descubre que no hay separación alguna entre uno mismo y el resto de la Creación. Aquí se advierte que ya no hay lugar para la aversión, la intolerancia, la crítica ni el reproche, y que los antiguos moldes de ordenamiento que habíamos fabricado para encasillar la diversidad en la que vivimos ya no sirven, son inútiles. Las barreras que separaban a unos y a otros han caído y cualquier juicio de valores que pretenda hacerse solo puede ir dirigido hacia uno mismo.

En semejante estado de claridad mental a menudo lo que más se desea es dejar de participar en un juego de ilusiones del que se sabe bien que ganar o perder es tan solo un espejismo. No es falta de voluntad lo que se siente, sino falta de interés por seguir viviendo en un mundo en el que lo que más abunda es egoísmo y vanidad. No es de extrañar que un ser que vive conectado a estas elevadas frecuencias tenga como único anhelo liberarse definitivamente de los grilletes de la carne y regresar al Hogar. Este sentimiento lo expresó muy bien Santa Teresa de Jesús en su "Libro de la Vida" cuando dice:

"¡Oh, qué es un alma que se ve aquí, haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada, a gastar el tiempo en cumplir con el cuerpo, durmiendo y comiendo! Todo la cansa, no sabe cómo huir, vese encadenada y presa. Entonces siente más verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos, y la miseria de la vida. Conoce la razón que tenía San Pablo de suplicar a Dios le librase de ella."

En esta elevada esfera ya no se persiguen reconocimientos ni halagos, tampoco obtener réditos ni ventajas, lo único que verdaderamente se ansía es la Unión con lo Divino y la Libertad. Estos anhelos relativamente sencillos de comprender a nivel conceptual, de nada sirven si no se viven como tales. Este es el inmenso valor que tiene cada una de las vidas que vivimos. No basta con creer, pensar, filosofar, conceptualizar o teorizar sobre un determinado estado, nivel de conciencia o condición espiritual; si lo que se pretende es que todo ello adquiera validez y sea integrado en el Ser, será necesario tener que sentirlo, vivirlo, llevarlo a la práctica y experimentarlo en carne propia aun cuando ello suponga un fatigoso pesar.

Así es que aun después de haber conseguido trascender el plano Causal, donde uno se encontraba inevitablemente sometido al ciclo de muerte y renacimiento a causa del deseo y el karma, también aquí sigue habiendo una cierta necesidad de renacimiento. La diferencia no obstante es significativa. Nacer de nuevo no significa comenzar de nuevo. Cuando un ser que procede de la esfera crística desciende al plano físico para iniciar un nuevo ciclo vital, éste apenas se ve sometido a la ilusión de maya. Al permanecer su espíritu despierto en una esfera no dual de la realidad, basta con que se produzca una débil conexión con su verdadero Ser (o Yo Superior), para que su mente egoica despierte también en el mundo terrenal.



Camino a la Iluminación

Al pronunciar la palabra Buda, Cristo o Krishna, lo que estamos haciendo en realidad es referirnos a una misma conciencia universal con diferentes apelativos. El significado de Buda o Buddha, es el del que está despierto, el iluminado. Un estado que como bien sabemos alcanzó el príncipe Siddhartha Gautama tras un largo periplo en busca de la Verdad.

La palabra Cristo por su parte proviene del griego “cristos”, que significa “el ungido”, aunque tradicionalmente se le han atribuido también otros significados como “lleno de gracia” o “llama triple”, que en teología cristiana se corresponde con la Santísima Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La conciencia crística es por tanto un estado de gracia que refleja la mayor expresión de la divinidad en un cuerpo de carne. Jesucristo fue un vivo ejemplo de ello durante su paso por la Tierra y su mensaje fue claro: “La verdad os hará libres.” (Juan 8:32)

Solo mediante el Supremo Conocimiento el hombre consigue liberarse del sufrimiento que produce la ignorancia. Pero este no es un conocimiento que pueda adquirirse mediante el estudio y la memorización de las sagradas escrituras, sino que solamente a través de la experiencia vivencial podremos impregnarnos de él. Y cuando esto sucede, la conciencia crística se extiende por todo el Ser produciéndose de este modo una auténtica resurrección espiritual. Éste es el despertar conciencial que tarde o temprano brotará de nuestro corazón como un torrente de energía pura y cristalina cuya verdad, resplandor y poder transformador, hará cambiar radicalmente nuestra concepción de la Vida.

Y Krishna, cuya traducción literal es “supremo atractivo” pero que suele traducirse como “la suprema personalidad de Dios”, es para el hinduismo, el octavo avatar (encarnación) del dios Visnú; o sea, una manifestación divina que viene al mundo a sacar al hombre de la confusión.



Suele especularse que fue el mismo ser quien vino al mundo como Krishna, como Buda y como Jesús en distintas épocas y contextos históricos, con el fin de proporcionar a la humanidad un mismo mensaje de liberación. No hay documentos ni textos que puedan corroborar semejante hipótesis, pero es interesante recordar las palabras que el propio Krishna pronunció hace más de 5.000 años:

"Siempre que el bien decae extinguiéndose poco a poco, predominando en su lugar la maldad y el orgullo, mi Espíritu se manifiesta en forma humana sobre esta tierra." (Bhagavad Gita, 4:7)

Tal vez fuera el mismo ser quien vino al mundo en las sucesivas eras o tal vez no, pero de lo que no cabe ninguna duda es que estos tres personajes encarnaron una misma conciencia divina y fueron portadores del Eterno Conocimiento Supremo. Grandes Maestros de Sabiduría o Maestros Ascendidos como Jesús, Buda, Krishna y otros que como ellos vinieron a mostrarnos el camino, son en realidad tan hijos de Dios como cualquiera de nosotros. Son nuestros hermanos mayores y allí donde ellos se encuentran, es hacia donde nos dirigimos todos nosotros.

Pero no vayamos a pensar que nada más poner los pies en la esfera crística uno ya se convierte en Cristo, en Krishna o en Buda sin más, estaremos ciertamente en el camino, pero en este plano, al igual que en los anteriores, hay una serie de franjas o subplanos intermedios por los que se debe igualmente transitar tal y como hemos venido haciendo hasta llegar aquí. El natural progresar de un ser que acaba de despertar del sueño de maya, es que se produzca primero en él una transformación de la que brotará lo que en budismo se conoce por bodhicitta. Término sánscrito que significa tener la mente (citta) puesta en la iluminación (bodhi) o lo que es lo mismo, deseo de iluminarse.



Pero el deseo de obtener la iluminación no es equiparable a ninguno de esos burdos deseos que tantas veces con anterioridad nos llevaron a tener que renacer de nuevo. En esta ocasión, cuando uno ha despertado a su verdadera naturaleza espiritual, siente un sincero interés por querer hacer algo por los demás. Se trata por tanto de un elevado anhelo que en realidad es doble. Por un lado se desea compartir ese estado de lucidez con los demás con la intención de que también ellos puedan obtenerlo, y por otro lado se persigue alcanzar la Budeidad (la iluminación).

Esta doble motivación se ve muy bien representada por lo que podríamos denominar un ser prebodhisattvico o aprendiz de bodhisattva (el ser que busca la iluminación). Y digo aprendiz porque el auténtico bodhisattva es aquél que finalmente motivado por su compasión renuncia a su propia iluminación y adquiere el firme compromiso de ayudar al prójimo a liberarse del sufrimiento (dukkha).

Será precisamente este acto de renuncia lo que hará finalmente que un bodhisattva llegue a convertirse en Buda. Existan otros caminos además del bodhisattvico para alcanzar la iluminación, como el que siguen los sadus, los monjes, los ermitaños o quienquiera que elija llevar una vida de renuncia para dedicarse enteramente a la contemplación, aunque como dijo el sabio Abu Said: “El camino más corto para llegar a Dios es servir a los demás y hacerlos felices”.

Y en el Bhagavad Gita (5:3-5) puede leerse:

“Como auténtico renunciante, se considera a aquél que nada desea y que nada aborrece. Pues aquél que no se ve afectado por los pares de opuestos, pronto ha de encontrar su liberación. (…) Aquéllos que hacen vida de renuncia logran la misma victoria que los que actúan con desapego.




También Lao Tsé escribe en el “Tao Te King” (VII):

“El Cielo es eterno y la Tierra, permanente. Son permanentes y eternos, porque no viven para sí mismos. Así, pueden vivir eternamente. El Sabio, por lo mismo, pospone su Yo, y su Yo progresa. Se deprende de su Yo, y su Yo se conserva. Como no quiere nada personal, su persona se realiza.”  

Vemos como son paradójicamente los actos de renuncia y desapego los que en última instancia permiten que pueda llegarse a alcanzar la Budeidad o estado Crístico. Pero renunciar no significa abandonar las responsabilidades. Recordemos sino lo que también Jesús dijo sobre esto:

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame.” (Mateo 16:24)

Negarse a sí mismo es una buena manera de definir este acto de renuncia, pero al decirnos que cada cual tome su cruz, Jesús nos advierte de que ello no significa que podamos desentendernos de todo con el pretexto de querer emprender un camino de búsqueda espiritual hacia ninguna parte. Podemos perfectamente seguir los pasos de Cristo, de Buda, de Krishna o de quien mejor nos parezca, sin tener por ello que desatender nuestras obligaciones más mundanas y mucho menos tratar de eludir el peso kármico (la cruz) que cada cual lleva consigo allá donde vaya.

La acción es al fin y al cabo inherente al mundo manifestado y mucho puede hacerse sin caer en el juego de la dualidad. Basta con cambiar la actitud con la que se aborda cada situación permitiendo que las cosas simplemente ocurran, sin esfuerzo, actuando conforme a los dictados del corazón, con la voluntad puesta en hacer el bien y sin esperar a cambio ninguna clase de reconocimiento ni halago.

“Un hombre tal, que ha renunciado al fruto de sus acciones, está siempre contento y libre de toda dependencia; y aunque interviene en la acción, él no actúa”. (Bhavagad Gita 4,20)
 
La manera de actuar es lo que revela la condición espiritual de una persona, así es que para convertirse enbodhisattva no es necesario tener que realizar grandes obras humanitarias. Al tratarse de un estado interior, será en su quehacer cotidiano cuando éste podrá ejercer como tal actuando con benevolencia, compasión y desapego. A menudo la única diferencia que hay entre un auténtico bodhisattva y una persona sencilla, humilde y de buen corazón que con su labor diaria contribuye al bien común, es el hecho de que el primero ya ha despertado de la ilusión de maya, lleva una vida interior mucho más consciente y no hay apego alguno en sus acciones.

Lo que impulsa a un bodhisattva a la acción no es un sentir de justicia sino de compasión. Tal vez algunos de los cometidos que éstos llevan a cabo puedan tener una apariencia combativa, pero su finalidad será siempre en último término compasiva. Un bodhisattva es lo que en otras religiones también conocemos por el nombre de Santo, Profeta o Mahatma. Es decir, grandes almas al servicio de Dios y del hombre.

Y cuando la renuncia, la entrega y el desapego son definitivos, uno alcanza la budeidad sin tan siquiera proponérselo. Es la tan anhelada iluminación, un estado que no solamente destierra por completo el sufrimiento de nuestras vidas, sino que otorga la realización al Ser.

La cuestión es que al llegar a estas elevadas franjas de la esfera crística o búdica en las que uno obtiene al fin la iluminación, se considera que ya se ha alcanzado el Nirvana; es decir, que se ha logrado el prodigio de traer el Cielo a la Tierra.



El Nirvana no tiene una representación específica en los mundos celestiales, se corresponde más bien a un estado de profunda paz interior, quietud mental, gozo, felicidad y plenitud, fruto de la más sublime comunión divina. El Nirvana es el verdadero Cielo al que de un modo u otro aluden prácticamente todas las religiones en su sentido más místico y profundo.

Una manera gráfica de describir lo que significa alcanzar el estado nirvánico o de iluminación es recurrir a la famosa gota de agua que tras un largo viaje regresa al océano del que partió. Pero ocurre que para muchos ésta es una imagen que suscita más bien una sensación de pérdida que de plenitud puesto que ello sugiere un efecto de dilución. Es por tanto muy acertado el enfoque que algunos teósofos hacen al respecto cuando dicen:

“El efecto que produce conquistar un estado nirvánico no es el de la gota vertiéndose en el océano sino que es como si el mismo océano se vertiera en la gota y ésta por primera vez tomara conciencia de que ella es el océano”.

Esta es una buena manera de explicar que la Unión con Dios, con el Universo, con el Absoluto o como se le prefiera llamar, no supone perder la propia conciencia del Ser sino que es ésta en realidad la que se extiende hasta la Totalidad.


Autor: Ricard Barrufet




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